Por Consuelo Cedano
Dentro de los grandes cambios que están realizando las universidades con el propósito de volverse más competitivas y ofrecer una educación de alta calidad a sus estudiantes, está la incorporación de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en las actividades académicas. Esta es una decisión que obliga a la comunidad universitaria a realizar cambios trascendentales en diversas áreas. Tres de esos cambios son: la adquisición de una infraestructura lo suficientemente robusta para soportar este proceso; la capacitación sólidamente estructurada de los docentes interesados en formar parte de este proceso y, en tercer lugar, el diseño de un acompañamiento que garantice la efectividad de las nuevas prácticas docentes.
Una vez la Universidad haya realizado la inversión en el andamiaje tecnológico necesario para materializar este proyecto, la capacitación de los docentes es el paso inminente a seguir. Para que esta capacitación conduzca a una apropiación exitosa de las herramientas tecnológicas, debe estar orientada en tres dimensiones. La primera de ellas es la modificación de los planes de asignatura. La segunda dimensión consiste en la actualización metodológica y la tercera, pero no menos importante, corresponde a la evaluación.
Resulta inconcebible pensar en efectuar cambios significativos en términos de recursos tecnológicos sin antes realizar una minuciosa evaluación de los objetivos y contenidos de las asignaturas en las cuales se piensan incorporar estas nuevas herramientas. Aún, cuando el uso de herramientas tecnológicas no es el fin sino el medio, es indudable que van a generar desarrollo de nuevas competencias en los estudiantes. Lo anterior modificará significativamente los objetivos de las asignaturas así como los contenidos de las mismas.
Por otra parte, la propuesta metodológica debe obligatoriamente sufrir una transformación trascendental. La instrucción no puede seguir siendo dominada por el docente. Debe haber un arduo proceso de concientización sobre la necesidad de considerar al alumno como el centro del proceso de formación. El docente debe asumir el muy importante rol de acompañante de dicho proceso. Este cambio de paradigma obliga al diseño cuidadoso e inteligente de un programa de capacitación, que en sí mismo sea modelo de lo que se espera el docente llegue a realizar.
Como consecuencia de los dos cambios anteriormente planteados, la evaluación de los procesos de enseñanza y de aprendizaje deberá tener un cambio radical. El estudiante no será más, bajo esta nueva propuesta, un replicador de la información recibida en clase por parte de su docente. En su rol de agente activo en este proceso se convertirá en generador de nuevas ideas, solucionador de conflictos y agente de cambios, entre otros. En congruencia con este nuevo rol, la evaluación deberá ser orientada al proceso.
El tercero de los cambios obligados obedece al acompañamiento de los decentes en el proceso de implementación de sus nuevos cursos. No todas las personas aprenden a un mismo ritmo ni logran alcanzar los objetivos de igual manera, en un programa de capacitación. Debido a esto, se hace necesario diseñar estrategias que por una parte, generen en los docentes capacitados la confianza suficiente para desarrollar su implementación y, por otra parte, permitan dar cuenta de la efectividad del proceso.
Todo proceso de cambio en una institución viene acompañado de expectativas, temores e inseguridades que solo pueden ser afrontados partiendo de la inversión en infraestructura, que soporte efectivamente el proceso; el diseño de una capacitación sólida de las personas involucradas en el mismo; y un acompañamiento sistemático y comprometido que permita evaluar y tomar los correctivos necesarios para que el proceso sea exitoso y duradero.